Hay tantas cosas de qué hablar, hay otras tantas de qué hacer sin embargo no cumplo ni con una ni con la otra.
Todavía no logro despertar de este sueño.
No quiero crecer, quiero estar entre los brazos de mi madre y sentir el calor de su acogida, el constante palpitar de su pecho retumbando en mis oídos como tal canción de cuna, el incesante movimiento lento y seguro tratando de tranquilizarme de aquél mundo externo desconocido para mí.
He dejado mis hobbies. Me volví adicta a los vicios y no puedo salir de aquí. Pido ayuda a gritos pero nadie me oye, nadie me ve. Todos están tan ocupados haciendo lo suyo.
He dejado de comer, de cuidarme. No me doy cuenta hasta que no me alcanzan las palabras para articular una buena oración, me desvanezco en la silla, inmóvil, mientras mi padre trata de darme algo de beber, algo con azúcar. No puedo mover mis brazos, me siento inválida, cuadripléjica.
Luego de una recaída mis padres se percatan de mi salud, la tez blanca, pálida y mis brazos flacos, cómo pudieron dejar escapar algo así.
No tengo ni las ganas de estudiar. No quiero hablar. No quiero hacer nada, sólo volver a mis vicios y encerrarme evitando mis responsabilidades.
Y aquí es donde me pregunto porqué Dios me ha bendecido tanto. Porqué me dio la vida si llegué a ser tan mal agradecida. Porque todavía sigue a mi lado. Quiero que llegue hasta aquí mi historia.
Sin embargo, no quiero ver a mi familia dejarla así.
Debo seguir.